Hace un mes fuimos a la boda de un amigo de Marc. El amigo en cuestión, hacía como tres años que no lo veía porque fue conocer a la novia y salir del grupo de amigos. Algo que, personalmente, me cuesta entender.
Yo no quería ir. Me parecía un coñazo, no quería comprarme ropa de gala, no quería llevar zapatos superincomodos, no quería estar en una iglesia aguantando el discursito de un cura y no veía normal estar en la boda de alguien a quien no conocía.
Pero al final fuí. Y no fue tan terrible, porque hasta ahora solo había ido a bodas de familiares, donde tu tía cincuentona vigila y cuenta las copas de cava que puedas llevar. He descubierto que las mejores bodas son las de los amigos, donde el vino corre que da miedo y puedes reirte del vestido de la madre de la novia... porque no la verás nunca más.
Cuando llegamos al final de la comida (todo gambas, marisco, pescadito... que buenooooooo) el nivel alcoholico de la mesa se contaba por botella y media de vino por cabeza. Así que habímos llegado a un punto en que todo nos parecía gracioso. Y en un momento en que nos quedamos solos Marc y yo, comenzamos a hablar. Si nos casamos algún día, nuestra boda no será así. Nada de trescientos invitados, nada de vender la liga de la novia y desnudar al novio en el lavabo.
Así que decidimos que si era tan fácil, pues que nos casabamos.
Se lo dijimos todos los amigos que estaban por ahí que nos felicitaron con una sonrisilla en los labios. Y es que, cuando al día siguiente nos vieron, resacosos, con la boca pastosa y gafas de sol, nos lo volvieron a preguntar...
lunes, 23 de octubre de 2006
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario